Cada tarde pasaba frente a la
parada del microbús esperando encontrarla en el tumulto de las cuatro, junto al
viejo del sombrero azul o la señora de caderas amplias, la buscaba por encima
de los rostros y los cabellos blancos,
sorteaba su mirada sobre hombros cansados y descuadrados que llevan
consigo grandes bolsos repletos de historias diminutas enmarcadas por el tedio
y el desdén.
La buscaba por las tardes porque sabía que a esa hora la
melancolía de sus ojos le haría más fácil y creíble el encuentro, y no se
preocuparía por mostrarle una mirada falsa como la de las mañanas en que
paseaba a su perro y se alejaba del tráfico.
Sabía que no la encontraría, pero para él era más
llevadera una vida de búsqueda continua a resignarse a la pérdida absoluta de
aquel abrazo, era mejor imaginar que una tarde encontraría el aroma de su piel
y los dibujos de su alma en paredes rotuladas, los pasos delgados de su amada en
avenidas inconexas y farolas deslumbradas.
Siempre es mejor intentar un reencuentro que aceptar un
adiós, lo era para él, hasta que no tuvo más mañanas para pasear a “lalá”, así
se llamaba su perro, se fue al cielo de los perros decía, un lugar en tonos
verdes, aunque para los perros eso no importaba, con canciones de cuna y silbidos juguetones,
pelotas saltarinas y correas infinitas.
Esa tarde lalá se cansó y durmió, no una ni dos horas, durmió para siempre, con una mirada
triste porque recordó los días de sol en que corría por el parque, porque
recordó que alguna vez fue un cachorro juguetón al que todos querían tocar y
también recordó cuando comenzó a hacerse viejo, y se fue con una mirada triste
porque ya no sería joven aunque sonrió, antes de cerrar sus ojos, sonrió porque
era bienvenido a una vida eterna.
Y él siguió esperando las tardes para caminar hasta la
parada del microbús, el tumulto ya no era el mismo, los cabellos blancos se
desvanecieron, las caderas se perdieron, los rostros se arrugaron y el microbús
se hizo viejo con su lámina carcomida por las lluvias.
Cuando por fin aceptó el adiós, cuando se resignó a
perder para siempre aquellas manos blancas en medio de la tarde, cuando nadie
tomó el microbús, cuando ni siquiera hizo la parada frente a la banca pública,
cuando quiso regresar a la silla que aún se mecía en el jardín de su casa,
regresó su mirada y encontró sólo una brisa de su piel, peinándose,
despidiéndose, enviándole un último beso.
Permaneció dos horas añorando a lalá, mirando en cada
colibrí el alma de su amigo íntimo, quiso tomar una rosa para oler el recuerdo
de su amada, pero pensó que ninguna sería lo suficientemente encantadora para
aquél ejercicio y mejor sonrió y durmió, como lalá.
Después de cerrar los ojos el rechinido de la puerta de
su jardín lo despertó, entró una mujer alta y delgada, de piel blanca y vestido
rosa, cabellos negros y una descripción insuficiente para definir cada detalle
de aquella mujer, lo tomó de la mano y juntos caminaron por las calles que
volvieron a ser conexas y dibujaron en paredes sus amores pendientes y una
pequeña farola iluminaba el perfume de sus pasiones mientras en medio de la
sala el viejo tocadiscos sonaba Para Elisa.